En tiempos donde la gente solo podía hacer trueque, hace miles de años, se dificultaba el intercambio pues no siempre coincidían los intereses del oferente y el demandante. Un gran paso fue que se fueran acostumbrando a un día de plaza, en algún lugar y en un determinado día de la semana. Aún hay lugares donde alguien lleva un borrego y le interesa intercambiarlo por gallinas, pero si quien lleva gallinas no quiere el borrego sino un costal de maíz, pues no satisfarán sus deseos. Sin embargo, en condiciones de libertad, siempre se da el siguiente fenómeno: Alguien recibe aquello que no buscaba pero que siente que le servirá para intercambiar con alguien que tiene lo que busca. Digamos que es la “cambiabilidad” de un bien.
En efecto, si concurren digamos diez personas, cada uno con productos diferentes, cada persona puede ordenar sus preferencias y siempre habrá un producto que es más preferible por todos, y ése es el que jugará el papel de “dinero”. Si alguien llevaba nieve de limón, quizás todos la desearan, pero esa nieve no se va a transformar en dinero porque pronto se derrite, se esfuma, sin embargo, el oro gozaba de ser más preferido. Por eso es que en mucho tiempo solo se usó el metal áureo como un bien para comercializar y todo funcionó bien.
Por supuesto, hubo quien intentó la manera de hacer fraudes. Por ejemplo, ponían una capa de oro a una piedra para engañar incautos. Por suerte, Arquímedes nos legó la técnica para determinar si algo es de oro puro.
Para construir la teoría económica nos olvidaremos de los fraudes y engaños. Simplemente admitamos que el oro fue un excelente representante del dinero, especialmente por su escasez y porque casi nadie rechazaba hacer operaciones con ese metal.
El invento espontáneo del dinero y la libertad de hacer comercio creó grandes incentivos para producir y vender más allá de las fronteras. Las personas acumularon riqueza, se multiplicaron los negocios y los pueblos prosperaron. Por fin se había encontrado un mecanismo diferente al despojo y violencia propios de las viejas tribus, ahora se tenía un sistema para obtener riqueza sin límite y sin dañar a nadie. El hombre más pobre, en condiciones de libertad, podía empezar su actividad de comercio con un kilogramo de manzanas que alguien le prestara, las vendía, pagaba lo prestado y si era capaz de trabajar intensamente para satisfacer los gustos y necesidades de otros, podía ser tan opulento como quisiera. Pero también se beneficiaba el que tenía árboles de manzanas, pues al ver que le pedían cada vez más, se disponía a plantar más manzanos, y así, había más beneficiados.
Pronto se observó que las ventas y los precios generaban señales. Si alguien llegaba, digamos, con gallinas, y se le acababan inmediatamente, era la señal que le indicaba e inducía a poner un criadero de gallinas. Y si este vendedor somnoliento no lo entendía, un buen observador del mercado captaba la señal y ya sabía a qué negocio dedicarse. Esto era imposible sin la institución del dinero y de un ambiente de libertad.
Sin embargo, llevar oro en polvo o bolitas no era tan práctico, así que alguien inventó las monedas a las que se les podía grabar el peso o la cantidad de oro que tenían, ya que se combinó con otros metales para darle dureza y fueran más durables.
La siguiente evolución del dinero fue la transformación de monedas-oro en documentos o billetes. Al dueño de la bóveda le correspondía hacer un documento que amparara la cantidad de oro que dejaba el dueño en resguardo. Del documento se pasó a la impresión de billetes, pero todas las bóvedas tenían que seguir una regla o ley sagrada. La regla era que no se podía producir un billete de un dólar si no estaba respaldado, digamos, por un gramo de oro. Con esto, la economía funcionó aún mejor. Los billetes eran fáciles de transportar, se podían hacer billetes de varias denominaciones y cuando querías rescatar el oro, simplemente ibas al banco y por un billete de mil dólares, digamos, te daban un kilogramo de oro. Todo funcionaba bien, había confianza y las economías se desarrollaron mejor aún.
Nada de esto habría sido posible sin contar con la conciencia o actitud del ser humano. Es decir, todos intentaban vivir mejor, tener más, ser más felices, antes usando la violencia, ahora con un método civilizado. La búsqueda de felicidad y riqueza produjo comerciantes que compraban y vendían; productores que producían y vendían; pero también mineros que pensaron en extraer oro de las entrañas de la tierra, cambiar por billetes y comprar lo que apetecieran. Pero la tierra es tacaña y se requiere un trabajo duro y arriesgado para dar solo unos gramos más de oro. En consecuencia, respetando la regla, la cantidad de dinero aumentaba muy despacio, prácticamente la masa monetaria permanecía fija. Así se lograba la estabilidad de la unidad monetaria. Podían pasar 50 años y diez dólares compraban prácticamente lo mismo. Algunos países tenían una tonelada de oro, es decir, un millón de dólares; otros tenían media tonelada y solo habían emitido 500,000 dólares. Y esos dólares, seguramente con distintos dibujos, circulaban por todo el mundo. Y todo funcionaba bien, porque todos respetaban la regla. A esta fórmula de un gramo de oro igual a un dólar se le llamó “El Patrón Oro”.
El Dr. Santos Mercado Reyes Ph.D., es fundador y miembro de la Junta Directiva del Thomas Jefferson Institute for the Americas. Es profesor de economía e investigador full-time de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.
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