Gravar la renta es gravar el ahorro, necesario para la formación de capital físico que las sociedades necesitan para su crecimiento. Gravar el capital, que no es otra cosa que trabajo acumulado no consumido, es destruir dicho capital. Las sociedades no prosperan de esa manera.
La discusión pública sobre impuestos seguramente se remonte a la aparición de las ciudades estado y el precio a pagar por la defensa. Todos los imperios cayeron por exceso de gasto y los “déficits fiscales” que dejaban de ser financiables con impuestos genuinos. Así nació la inflación en la antigua Roma por la oblicua vía de reducir el contenido metálico de las monedas, una forma primitiva de emitir. Más adelante los Reyes comenzaron a financiarse con deuda, ampliando los límites del descontrol de corto plazo. Felipe Caorsi
En el mundo moderno pasa lo mismo, tanto con las llamadas “potencias”, como con los países “menores”. El gasto público aumenta, los déficits acumulan deuda, los gobiernos, que terminan teniendo que pagar el gasto corriente y los intereses, buscan financiarlo aumentando los impuestos, pero éstos, además de tener un límite, también tienen efectos no deseados que limitan el desarrollo y, entonces, “algo debe de pasar”. Lo seguro es que el descontrol fiscal produce un cambio de gobierno, en sociedades democráticas por el voto y de manera pacífica, bajo las dictaduras, normalmente de forma cruenta.
Algunos episodios marcaron hitos en la historia de la humanidad. En la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIII se comenzó a gestar cierta forma de control sobre los impuestos del Rey, con quejas que se presentaban ante el Parlamento de parte de propietarios de tierras y hombres de negocios, para que las trasladen al Rey donde, básicamente se pedían compromisos para aceptar pagar los impuestos. Las cosas fueron evolucionando y ya sobre finales del siglo XVII, la Cámara de los Comunes tenía la iniciativa en materia impositiva. En el mismo sentido, aunque gestado en las décadas previas en las colonias británicas bajo la idea de la representación para ser sujetos pasivos de impuestos (No taxation without representation), se inicia la Revolución Americana ante un “desborde” en la tasa del impuesto al té[1].
La base imponible ha ido cambiando con el avance de la sociedad, al tiempo que los desarrollos teóricos, confirmados por la investigación empírica, otorgan soporte para evitar desaguisados que terminan paralizando las economías.
Partamos de la base de que todos los impuestos son malos desde el momento que detraen recursos de las personas que son aplicados por un tercero. Es el individuo quien mejor sabe dónde maximiza su bienestar, y no un tercero que decide por él. También, y en sentido contrario, la maximización del bienestar colectivo, a niveles de imposición razonables, suele ser superior teniendo al Estado como proveedor de determinados servicios, es decir, el beneficio de la aplicación de esos recursos detraídos, supera a su costo. Ser proveedor no implica que sea directamente el efector del gasto, pero si, en todos los casos el financiador de esos gastos. Educación, Justicia, Seguridad, Defensa, Salud y cierta infraestructura son los típicos.
Por último, tengamos en cuenta que la pérdida de bienestar que ocasionan los impuestos no es lineal a su tasa, sino cuadrática, es decir pasar la tasa de 1 a 2, transforma la pérdida de bienestar a compensar por el gasto de 1 a 4.
La función última de los impuestos es recaudar, distorsionando lo menos posible la asignación de recursos (minimizando la pérdida de bienestar por la detracción). Es decir, no habiendo “impuestos buenos”, los hay peores. Desde fines de los `70 hasta hace unos 15 años, el mundo asistió a una drástica reducción de los impuestos a la renta, sea de empresas o personas físicas, así como prácticamente la eliminación de los que gravan la riqueza (el patrimonio en nuestra legislación). Ello obedeció a la verificación empírica de su influencia negativa en el crecimiento económico y, por tanto, en el ingreso y bienestar de medio y largo plazo de la población.
Los problemas originados por el exceso de gastos y la crisis financiera de 2008, hicieron que se replanteara el tema y, en Europa algunos países comenzaron a subirlos nuevamente, al tiempo que reinstauraran, “modestamente”, el impuesto a la riqueza. El caso de Gerard Depardieu y su mudanza a Rusia fue sintomático, pero mostró lo que pasa en los hechos: los resultados son muy malos. El actual ejemplo de Noruega que reinstaura dicho impuesto y pensaba recaudar “X” y está recaudando menos 3X nos muestra la cruda realidad. En Chile algo parecido está ocurriendo.
Si miramos el PIB per cápita de Europa y Estados Unidos, vemos que entre 1990 y 2010 aproximadamente crecían parecido, desde allí Estados Unidos siguió su ritmo y duplica la tasa de crecimiento de Europa, donde los problemas se agudizan.
El mundo compite por el capital; querer “sobregravarlo” genera una salida de éste de los países, en especial cuanto más pequeños, más elástico el capital a la tasa impositiva. Gravar la renta es gravar el ahorro, necesario para la formación de capital físico que las sociedades necesitan para su crecimiento. Gravar el capital, que no es otra cosa que trabajo acumulado no consumido, es destruir dicho capital. Las sociedades no prosperan de esa manera[2].
Los avances tecnológicos, juegan un papel relevante en la movilidad de los factores productivos y, por tanto, en los límites a las tasas impositivas. Dicho burdamente, si las tasas “se pasan de rosca” la gente se desplaza. Quienes tienen más posibilidades de desplazarse no son los más “pobres”, sino los más educados y “ricos” de la sociedad, luego, detrás de ellos, si se van las personas de menores recursos.
Los estados precisan recursos, por tanto impuestos hay que cobrar, incluso sobre las rentas pero, debe cuidarse de no matar la gallina, porque luego no habrá huevos para comer.
[1][1] Naturalmente que el terreno estaba fértil para ello, faltaba la chispa para empezar.
[2] Cuando se discuten tasas sobre el capital hay que tener presente que para las personas físicas, el mismo difícilmente tenga un retorno real superior al 2 o 3%. Es decir, una tasa del 1% significa una exacción entre 33,33% y 50%, a la que debe adicionarse el impuesto a la renta.
Fuente: EL PAIS
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