La historia nos enseña que las grandes catástrofes siempre impulsan cambios en el comportamiento de la humanidad, a veces favorables y muchas veces traumáticos. Esto nos obliga a preguntarnos ¿cómo será el mundo después de esta pandemia del Covid-19?
Por un lado, surgen voces que pronostican un mundo mucho más solidario, con menos contaminación y desigualdad, y por el otro, otras advierten sobre la pérdida de libertades individuales y los peligros de un avance del totalitarismo.
Sólo el tiempo dará respuesta a este interrogante, por el momento lo que sabemos es que desde el punto de vista de la salud pública esta pandemia es mucho menos severa que otras, y que, en términos económicos, su impacto no tiene precedentes en el pasado reciente.
La actual situación es bastante compleja. Creo que las primeras frases de la novela de Charles Dickens en Historia de dos Ciudades (considerado el mejor inicio de una novela) describe perfectamente el actual dilema. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada…”.
Por definición los cambios estructurales a los que hago mención en el comienzo de esta columna modifican todo el equilibrio vigente hasta el instante previo y por lo tanto pronosticarlos es casi imposible, pero tampoco es descabellado pensar en cierta ciclicidad de los distintos procesos históricos. Analizar la historia nos puede ayudar a profundizar esta idea.
La Peste Negra tuvo impactos enormes: no sólo redujo significativamente la población europea, sino que además modificó drásticamente el comportamiento de la humanidad, acabando con la estructura feudal y la cultura medieval, dando inicio al Renacimiento y a una cultura basada en el individuo, que persiste hasta hoy. Agnolo di Tura, un cronista de Siena, escribió sobre la Peste: “el padre abandona al hijo, la mujer al marido, un hermano a otro, y no se podía encontrar a nadie que enterrase a los muertos, ni por amistad ni por dinero”.
La combinación de la Primera Guerra Mundial con la llamada “gripe española” también dejó una secuela de millones de muertos, y los cambios económicos fueron de tal magnitud y discrepancia entre vencedores y vencidos que en este segundo grupo se abonó el terreno para el surgimiento de regímenes totalitarios. Muchas monarquías fueron derrotadas, pero varios países experimentaron procesos hiperinflacionarios y el descontento y malestar generalizado permitió que el comunismo, fascismo y nazismo se desarrollaran.
Entre los vencedores, los cambios culturales fueron significativos y estuvieron acompañados de años con prosperidad económica: aunque Reino Unido perdió su poderío dominante en la economía mundial, Estados Unidos dio origen a los llamados “años locos”.
La Segunda Guerra Mundial dejó más muertos que la Primera, pero fue seguida por un ciclo económico positivo más generalizado entre los países (a los perdedores se los ayudó en lugar de imponerles “reparaciones de guerra”).
El crecimiento de la economía mundial que se dio al término de la Guerra fue el mayor en la historia de la humanidad, bajaron el hambre y la mortalidad infantil, subió la expectativa de vida, se redujo el analfabetismo y disminuyó la desigualdad – aunque sigue siendo inaceptable -. Aunque nuevos conflictos emergieron, la violencia fue en descenso: fuimos testigos de la “Guerra Fría”, y hubo nuevos procesos de independencia en India, Indochina, Argelia y varios países africanos, entre otros.
En los últimos años, las protestas y el descontento fueron en aumento, y las grandes protestas que vimos en las últimas semanas no reaccionan exclusivamente contra el excesivo de la fuerza policial y la discriminación racial, sino que retoman los reclamos de las manifestaciones que emergieron el año pasado en muchos países (los chalecos amarillos en Francia, las protestas en Chile y Ecuador).
El asesinato de George Floyd en Minneapolis (ciudad en la que viví más de dos años y que siempre me maravilló por su cultura y tranquilidad, pero ocultaba tensiones subyacentes) fue la chispa que inició estas protestas pero la indignación popular era más amplia; ya en la primera de ellas los manifestantes llevaban un gran cartel que decía “quiten el financiamiento a la policía, abran las cárceles y den refugio al pueblo”, y los Consejeros de la ciudad aprobaron (con oposición del alcalde) una ordenanza para eliminar la policía y reemplazarla con un control social indefinido.
El presidente Trump atribuyó la violencia en algunas de estas manifestaciones al accionar de Antifa (grupo antifascista), pero la experiencia muestra que aunque siempre hay activistas en estas manifestaciones, la mayoría de los participantes lo hacen convencidos de la necesidad de cambios.
Estas manifestaciones se extendieron a otras ciudades y países, llevando como lema principal la lucha contra el racismo y la violencia policial, pero extendiendo los reclamos a muchos otros temas (el derecho de las mujeres, el cambio climático, la desigualdad), destruyendo estatuas de personas que estuvieron históricamente asociados al racismo.
El politólogo Huntington planteaba que los cambios de regímenes no ocurren cuando las condiciones objetivas las hacen necesarias sino cuando sus cambios producen indignación y descontento. Por ejemplo, las personas “aceptan” la desigualdad cuando ven su propio progreso personal (aunque sea desigual) pero la rechazan cuando ven que su progreso se detiene. Los totalitarismos aparecen cuando existen condiciones objetivas y un líder carismático emerge para aprovecharse de esas circunstancias.
Con todo esto, parecen muy vigentes las palabras de Foucault: “La peste atraviesa la ley como lo hace con los cuerpos. El sueño político de la peste es el momento maravilloso en que el poder político se ejerce a pleno (…). La peste trae consigo el sueño político de un poder exhaustivo, de un poder sin obstáculos…”.
Fuente: Clarín (Argentina)
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