Junto a los chilenos éramos los primeros, pero
yo no lo sabía todavía. Todo el día en la calle los niños comentábamos en silencio,
pero se oía de todos lados, “¿vos de
noche también, no?”, “en mi casa
somos más, así que vamos a ser los que hagamos más ruido”. Había una
complicidad ya que los adultos nos pedían que no dijéramos nada por las dudas.
Mi hermana, mis padres y yo en el fondo de la
casa del prado teníamos una chapa enorme de la vieja Helguera. Es que como diría Zitarrosa, “en mi barrio vive el presidente cercado por un muro casi derrumbado”.
Mi tío Juan, el quincista, que había alojado una noche a una compañera del Sacré
Coeur de su esposa, y las “niñas de
Suecia” no podían estar. El esposo
de la viuda del policía que vivía en Solanas tampoco.
El pueblo, que “tenía” a Pacheco de Embajador en Washington y a Rodney Arismendi
en Moscú repetía que había dicho NO a la Reforma Constitucional de 1980. Ya no
queríamos más violencia y no nos alcanzaba con las “libertades” que nos “autorizaban”.
Algo empezaba a vibrar en mi interior sin que
tuviera consciencia. Era la intolerancia
al fascismo ya fuera de izquierda o de derecha. Nací en dictadura pero las
cacerolas en mi mano aplaudían la llegada de algo que abrazaría con todo mí
ser, venía la Democracia.
Desde el sur de América al norte
de América del norte, también pasaron por España e Islandia.
Las caceroleadas tienen un idioma universal, el de la Libertad.
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